¿Por qué votan los obreros americanos a Trump?

En la recta final de la ajustada campaña presidencial en EEUU, el candidato republicano Donald J. Trump está concentrando sus últimos mítines en lugares inusuales, en otro tiempo considerados bastiones del partido Demócrata: Wisconsin, Michigan, Ohio, Pennsylvania o New Hampshire. Son estados entre los Grandes Lagos y la costa Noreste, que forman el Rust Belt o cinturón de la industria pesada americana, región donde se concentran desde la era de la Revolución Industrial las grandes fábricas de automóviles, altos hornos, acero, minería,… Sectores en declive desde hace décadas debido a la globalización, la deslocalización y el cambio tecnológico. Trump sabe que su camino a la Casa Blanca pasa necesariamente por arrebatar a los demócratas alguno de estos estados, además de Carolina del Norte y Florida. Tarea difícil pero no imposible. Para ello necesita del voto de la clase trabajadora, pero ¿por qué iban a votarle?

Detroit, Michigan.

Ciertamente, Trump no parece a priori dar el perfil de gran héroe de la clase obrera: más bien se trata de un multimillonario rico desde la cuna, privilegiado playboy de Manhattan que no pierde ocasión para hacer ostentación y alardear de su supuestamente inmensa fortuna, y en cuyo historial empresarial abundan casos de explotación a sus trabajadores, prácticas anti-sindicales, impagos a proveedores, pleitos, denuncias de fraude, acoso sexual, quiebras de casinos en Atlantic City…

Tampoco ha destacado nunca Trump por su filantropía —sus donaciones a obras de caridad, una costumbre de los millonarios en EEUU, son difíciles de encontrar— ni por su solidaridad fiscal. De hecho, además de negarse reiteradamente a hacer pública su declaración de la renta (una regla no escrita que han cumplido todos los candidatos a Presidente desde los escándalos de Richard Nixon), una investigación del New York Times reveló que el magnate ha estado 20 años sin pagar nada de IRPF gracias a la habilidad de sus contables para explotar lagunas en el código fiscal (Trump asegura que esto le convierte en “un genio”, y que por ello solo él puede “arreglar el sistema”).

Desde luego, el programa político de Trump y el partido Republicano es contrario a los intereses económicos de los trabajadores: promete eliminar el salario mínimo y la negociación colectiva, bajar impuestos al 1% más rico y recortar el Estado del Bienestar, además de revertir todas las reformas progresistas de Barack Obama (que ha logrado bajar el paro a menos del 5%, controles a Wall Street y a las aseguradoras, extensión de la sanidad para 20 millones de personas, protección medioambiental y lucha contra el cambio climático…). Es, en suma, un programa diametralmente opuesto al que presenta el partido Demócrata, como ha señalado repetidamente el senador Bernie Sanders.

Así pues, si ni la trayectoria personal ni el programa de Trump parecen beneficiar en nada a los trabajadores, ¿cómo puede pretender que le voten? En realidad su fórmula no radica en ninguna innovación original del demagogo neoyorquino, sino que debemos encontrarla en la receta mágica que desde hace más de un siglo han venido aplicando, con éxito y en cualquier país, las clases dominantes para salvaguardar su posición frente a la mayoría social: hablamos, lógicamente, del nacionalismo y sus derivados, el racismo y la xenofobia. Unos ingredientes ideológicos que a su vez pueden degenerar en el fascismo y el nazismo, tal y como sucedió en Europa tras la Gran Depresión.

El último ejemplo histórico de lo exitosa que resulta esta fórmula lo acabamos de contemplar en el referéndum sobre el Brexit británico, una campaña basada en la exaltación del nacionalismo inglés y el odio a los inmigrantes y a los refugiados. No es casualidad que el propio Trump iniciara su carrera por la presidencia abanderando el movimiento birther, la delirante teoría de la conspiración que asegura que Obama no nació en los EEUU sino en Kenia y es, por tanto, un presidente ilegítimo. En 240 años, a ningún presidente blanco le habían preguntado nunca por su lugar de nacimiento.

De esta forma es como Trump, envuelto en la bandera patriótica y rodeado de veteranos de guerra (paradójicamente, él evitó combatir en Vietnam por ser hijo de papá), ha basado su campaña desde el primer día en promover el odio contra el enemigo interior o exterior que requiere todo movimiento político de este tipo: el enemigo son siempre los otros, ya sean gente de otros lugares, inmigrantes, latinos, afroamericanos, musulmanes, judíos, etc. Habla por sí mismo el hecho de que, si bien ningún periódico serio ha pedido el voto para Trump, sí que ha recibido el endorsement del pasquín oficial del Ku Klux Klan.

Su lema de campaña, Make America Great Again, promete a los votantes devolver el país a un punto mítico del pasado en el cual, supuestamente, todos los americanos eran felices. Al decir todos, se refiere a los hombres blancos de rentas altas. A la era previa a los años 60, al movimiento de la emancipación y los derechos civiles.

Trump ha revelado contar con un alarmantemente alto número de seguidores. Ahora bien, el principal problema de su estrategia nacionalista y racista es que, en primer lugar, una parte de la clase obrera blanca no se cree sus patrañas y su apoyo disminuye cuanto mayor es el grado de educación, según indican las encuestas. Y, en segundo lugar y más importante: en el año 2016, las mujeres, los negros y los hispanos, que también son ahora trabajadores y ciudadanos, tienen el derecho al voto. Y eso en EEUU son hoy, por suerte, muchos millones de votantes. Que, si el martes salen masivamente a votar, van a hacer presidenta a Hillary Rodham Clinton.

blog-hillary-clinton-obama-im-with-her

Deja un comentario